Y van cinco. Es es el
número de veces en que he podido disfrutar en directo de Rafael Álvarez ElBrujo, el histrión que ha elevado el monólogo a la categoría de arte. Primero
fue ‘El Lazarillo’, en la extraordinaria versión de su amigo Fernando FernánGómez, que El Brujo ha hecho suya hasta confundirse con el personaje. Luego le
tocó el turno a ‘San Francisco, juglar de Dios’, del Nobel italiano Dario Fo,
sin lugar a dudas el mejor de todos sus montajes. Después, un original texto
del propio Rafael Álvarez sobre el ‘verdadero’ autor del Quijote, y ‘El
contrabajo’ de Süskind, la obra más alejada del estilo del actor, aunque la
acaba adaptando a su personalidad.
Y ahora, ‘El testigo’,
de Fernando Quiñones, posiblemente el monólogo que menos me ha gustado de los
cinco, aunque El Brujo siempre es El Brujo, y aquí, de hecho, lo es más que nunca.
‘El testigo’ carece de la hondura y la parte dramática de montajes anteriores,
lo que le resta puntos, aunque acaba siendo uno de los más divertidos. No en vano
Rafael Álvarez se convierte aquí en una caricatura del típico gaditano, dando
pie a chistes que abundan en lo común, como ‘¿Y tú de qué trabajas? Yo soy de
Cai’.
El Brujo es aquí un
cantaor flamenco, que habla sin cesar de otro cantaor ficticio, Miguel
Pantalón, al que conoció bien. Habla de su arte y de su difícil personalidad, y
lo hace con constantes disquisiciones, yéndose una y otra vez por los cerros de
Úbeda, contando mil cosas y no contando ná, mientras se mueve sin cesar por el
escenario, sentándose en todas las sillas de esa taberna en la que está solo, y sirviéndose chatitos de vino, que se toma, que no se toma, que vuelve a tomar el vaso, que lo vuelve a dejar. Y con grandes momentos como cuando comenta que 'habíamos quedado con la dirección del teatro en que habría tres jamones colgando, e iríamos cortando y comiendo, y cuando se acabaran, pues se acabó la obra, pero no los veo por ningún sitio'.
Porque El Brujo, más que nunca, rompe la cuarta pared y
convierte el monólogo en auténtico diálogo, sin dejar de preguntar qué hora es.
En mi caso, la obra coincidió con el primer partido de España en la Eurocopa,
así que antes de empezar la función, El Brujo, que no El Testigo, dio las
gracias al público, pues ‘pensaba que hoy estaría solo’, y durante la función no dejó
de preguntar cómo iba el partido. Buen maestro de la oratoria, aprovecha cada
posibilidad que le da la reacción del público para incluirla en el monólogo. Y
así, cuando ya va por el cuarto o quinto ‘Paquito Fulano..., también se murió’,
sorprende al público diciendo que ‘este no, este sigue vivo’, provocando la carcajada general.
Más que en cualquiera de
sus obras, aquí lo que importa es la forma y no el fondo, la manera de hablar
de El Brujo, de ese cantaor gaditano que trata de explicar el embrujo del
flamenco y mil cosas más y ninguna. También habrá momento para hablar de la
prima de riesgo y del aeropuerto de Castellón (mientras el público le grita 'valiente!'), de Gallardón y de Bibiana Aido,
que El Brujo siempre suele meter la crítica política en el saco y no dejar
títere con cabeza. Y cumplido el texto de Quiñones (‘yo creo que esto ya está,
si yo ya he cobrado, podemos irnos’, dice varias veces mucho antes de que acabe
la función), llega el habitual e imprescindible paréntesis o epílogo para hablar de su padre y seguir
haciendo reir con sus ocurrencias a un público cómplice.
El Brujo nunca cansa,
siempre sorprende y es el mejor vicio escénico del que se puede disfrutar en
nuestro país. Hasta la sexta.
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