Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma. Así acaba el poema
Invictus de William Ernest Henley, el mantra que Nelson Mandela se repetía a sí mismo en los peores
momentos durante los 27 años en que estuvo preso. ¿Cómo pudo después
perdonar a sus carceleros y tender la mano a la población blanca de Sudáfrica?
Esa es la pregunta que se hace François Pienaar, el capitán de la selección sudafricana
de rugby encarnado por Matt Damon en el film de Clint Eastwood titulado como el
citado poema, y en su respuesta radica la grandeza de la película y del legado
de Mandela.
El cineasta se basa para la ocasión en el libro El factor humano de John Carlin, que analiza desde una
óptica periodística cómo el presidente sudafricano supo utilizar el deporte
para unir a la población negra y blanca del país. Tras la liberación de Mandela
y su ascenso al poder, lo normal, tal como pronostica erróneamente el padre de
François en el arranque del film, es que la población negra hubiese tomado
represalias contra la blanca, que pese a ser minoría les había sojuzgado hasta
entonces, incluyendo una fuerte represión policial.
Dado que la selección de rugby, los Springboks, solo representaban a los
blancos (y el propio Mandela animaba a cualquier equipo rival cuando estaba
en la cárcel), estaba cantado que el nuevo Gobierno iba a eliminarlo como
símbolo nacional. Pero, como muestra perfectamente el film, Mandela sabía que
eso alimentaría el rencor de la población afrikáner y solo serviría para
ahondar las heridas entre ambos pueblos.
El ojo por ojo y diente por diente conduce únicamente a una espiral interminable
de violencia, por lo que Mandela tenía muy claro que, si lo que quería era
sacar adelante un país con graves problemas económicos, había que sumar a la
causa tanto a negros como a blancos. Y aprovechando la celebración en Sudáfrica
de la Copa del Mundo de rugby a un año vista, puso en marcha su plan para que
los Springboks representasen de verdad a todo el país, sabiendo que no hay como
una victoria para que todos hagan causa común.
Eastwood le regala a su amigo Morgan Freeman el papel para el que sin duda
ha nacido este formidable actor, al que no le hace falta maquillaje para ser un clon de
Mandela y además prestarle toda su humanidad. Inmenso en cada escena, en cada parlamento, Freeman se echa a la
espalda buena parte del metraje, marcadamente político. Tan político que podía
haber echado para atrás a la audiencia, pero ahí el director juega la baza de
recuperar el mejor cine deportivo para mostrar cómo un equipo vulgar
como eran los Springboks pudieron llegar a derrotar en la final a la
todopoderosa Nueva Zelanda de Jonah Lomu y hacerse con el título mundial.
Ahí es vital el papel de Damon, encarnando al capitán blanco que supo hacer
suyo el objetivo de Mandela, comprendiendo además sus verdaderas motivaciones y
asomándose al misterio del perdón. En este sentido resulta clave la escena en
la que el equipo de rugby visita la cárcel en la que estuvo Mandela, donde por
fin la voz en off de este recita el poema tras haberlo mencionado un par de
veces a lo largo del metraje.
La parte deportiva va ganando peso a medida que avanza el film. El mundial
arranca a mitad de película, y toda la parte final es el último partido, con
Eastwood alternando lo que ocurre sobre el césped con las imágenes del público,
mostrando cómo la población de color también hizo suyos los colores de los
Springboks, sobre todo en la escena en la que un chiquillo negro que al
principio de la película ha rechazado un uniforme del equipo por asociarlo a la
represión, merodea junto a un coche con dos policías blancos que escuchan el
partido por la radio. Al principio los policías le dicen que se vaya de malos
modos, pero él insiste, y al final, cuando ganan, los policías le levantan en
brazos y hasta le regalan su gorra.
Eastwood también muestra a la perfección el sentimiento de las dos
poblaciones de Sudáfrica a través de los guardaespaldas de Mandela, quien,
también en contra de lo que todos pensaban, no despidió a todo el personal
blanco del Gobierno, sino que les dio la opción de quedarse. Esto obliga a
trabajar juntos a los negros que hasta entonces habían velado solos por la
seguridad de Mandela en los momentos más duros, y a los blancos que protegían
al presidente De Klerk. Todos ellos pasan del recelo inicial a hacerse amigos,
tal vez de manera demasiado idealista.
Y es que Eastwood, en su último film realmente popular, antes de los
patinazos, al menos en nuestro país, de Hereafter y J. Edgar, comete algunos
errores de bulto, que destacan sobremanera ante la maestría con la que lleva
tanto las escenas íntimas como las deportivas. Ahí está esa canción, creo que
de Robbie Williams, que hiere los oídos y destroza la visita de Mandela a los
jugadores en plena concentración, y algún que otro intento fallido por meter
tramas de suspense, como el amago de atentado en la final.
Pequeños defectos en un trabajo que nos recuerda la inmensa figura de
Mandela, quien, con sus errores (ahí están las escasas referencias del film a
sus problemas matrimoniales y a la mala relación con su descendencia), defendió
una filosofía de vida de la que todos podríamos tomar nota, primando el perdón
frente al revanchismo en aras de la convivencia y el bien común.
El detalle: Siempre dispuesto a echar una mano a los suyos, Eastwood recurre en Invictus a su hijo mayor, Kyle, para la banda sonora del film, mientras que otro de sus vástagos, Scott, interpreta al jugador que le da la victoria a los Springboks. Por cierto que a Scott también le vimos en otras películas de su progenitor: Banderas de nuestros padres y Gran Torino, y ambos compartirán trabajo en el regreso de Eastwood a la interpretación en Golpe de efecto, su primer papel en una cinta que no dirige desde En la línea de fuego (1993).
Tarde, pero es mejor que nunca: No es Robbie Williams, es un grupo llamado Overtone, la canción se llama Colorblind.
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