Ang Lee acostumbra a mantener un alto nivel en sus películas (vale,
olvidemos su Hulk), y La vida de Pi no es una excepción. Pese a todo, parece
que le falta algo para acabar de ser un gran film, y supongo que, como suele
ocurrir, el libro de Yann Martel será mejor.
Antes de que el protagonista, como sabe quien haya oído hablar mínimamente
de esta historia, se convierta en un náufrago, perdido en alta mar a bordo de
un bote… con un tigre por única compañía, la película nos narra la infancia y
juventud de Pi, contada por este a un periodista que quiere escribir un libro
sobre su aventura marina.
Se podría temer que en esta primera parte se arrastrasen los minutos hasta
el momento en el que ‘comienza la acción’, pero uno acaba hasta olvidándose de
que todo se dirige hacia ese instante. Es en este inicio donde La vida de Pi
recuerda más a Big Fish, tal vez la segunda mejor película de Tim Burton
(obviamente, la primera es Ed Wood), que también adaptaba una novela en la que
otro prodigioso narrador cambiaba el relato de su vida a su antojo, con la excusa de embellecerla para su
público.
Esa es una de las claves de La vida de Pi: no hay que olvidar que la historia
la cuenta su protagonista, y por ello no hay que creerle a pies juntillas. De
ahí que su interlocutor, el periodista, no deje de plantearle que cuanto le
cuenta parece demasiado… increíble.
La historia del verdadero nombre de Pi, y de cómo pasó a llamarse así, es
puro Big Fish, y de lo mejorcito de la película, desternillante. Al igual que
la historia del nombre del tigre o cómo un joven Pi acaba adorando a la vez al
dios cristiano, a Alá y a los dioses indios. Y es que su búsqueda de la fe
verdadera y del sentido de la vida es la otra clave de la película, con su
moraleja de que Dios existe aunque lo de menos sea el nombre que le demos o los ritos que nos sirven para comunicarnos con él.
Y luego llega el naufragio. A partir de ahí, Ang Lee se luce en el aspecto
visual, con imágenes impactantes de gran belleza, mientras asistimos al mejor
cine de aventuras, con un Crusoe que ni siquiera tiene isla, sino únicamente
una balsa y un singular compañero de peripecias. Humor, terror y audacia se
combinan a la perfección en esta segunda parte del film, que a menudo deja al
espectador sin aliento ante la potencia de lo que está viendo… hasta llegar a
la pirueta argumental del desenlace, que obliga a revisar todo lo acaecido
durante el singular viaje de Pi.
Más allá de sus enseñanzas filosóficas, tal vez la parte más floja del film
(y donde imagino que se queda más lejos del libro), Ang Lee ha firmado un
trabajo espectacular y sorprendente, que al menos supone un soplo de aire
fresco en una cartelera donde (innecesarios) remakes y secuelas apenas dejan
espacio para nada. Una buena opción para estas fechas tan especiales.
Bon Nadal!
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