domingo, 22 de agosto de 2010

Larra, hoy como ayer, ejerce su magisterio

‘No sé en qué consiste que soy naturalmente curioso; es un deseo de saberlo todo que nació conmigo, que siento bullir en todas mis venas, y que me obliga más de cuatro veces al día a meterme en rincones excusados por escuchar caprichos ajenos, que luego me proporcionan materia de diversión para aquellos ratos que paso en mi cuarto y a veces en mi cama sin dormir; en ellos recapacito lo que he oído, y río como un loco de los locos que he escuchado’.

‘El hábito de vivir en las costumbres, y la repetición diaria de las escenas de nuestra sociedad, nos impide muchas veces pararnos solamente a considerarlas, y casi siempre nos hace mirar como naturales cosas que en mi sentir no debieran parecérnoslo tanto’.

‘No tengo fijada mi opinión todavía acerca de ninguna cosa, y me siento medianamente inclinado a no fijarla jamás: tengo mis razones para creer que éste es el único camino del acierto en materias opinables: en mi entender todas las opiniones son peores’.


Valgan estas tres citas para establecer una primera semblanza del ideario y los fines como escritor de Mariano José de Larra, protagonista de la reseña de hoy. El pasado año se cumplían los 200 años del nacimiento de este insigne escritor y periodista español, lo que me impulsó a desempolvar sus célebres ‘Artículos de costumbres’. Este verano he completado la lectura de este volumen que he ido tomando a pequeños sorbos y cuya lectura recomiendo encarecidamente. Escritos entre 1828 y 1836, sus artículos han aguantado mejor el paso del tiempo que las novelas de Verne, y tienen momentos de lo más divertidos.

Leer a Larra debería ser obligatorio para cualquier español, más aún si pretende dedicarse al periodismo, aunque como él mismo decía ‘hemos echado diez meses en verter media docena de ideas, que acaso en horas habríamos concebido, y todo para decirlas, a fuerza de lagunas y paliativos, de la ridícula y única manera que las pudieran oír los mismos que no quieren entenderlas’. ¿Qué pensaría Larra si levantara la cabeza? Creo que estaría orgulloso del progreso alcanzado por España, impensable en su época. Aunque sin duda esbozaría una media sonrisa al ver que buena parte de los defectos de los españoles que él denunciaba perviven a través de los tiempos y que las dos Españas ahí siguen, erre que erre.

El objetivo fundamental de sus escritos era lograr que nuestro país avanzase con nuevas ideas, y el mismo criterio aplicaba a las artes, sólo eran buenas si contribuían a dicho propósito: ‘He aquí la medida con que mediremos; en nuestros juicios críticos preguntaremos a un libro: ¿Nos enseñas algo? (…) ¿Nos eres útil? Pues eres bueno’. No era fácil el panorama que debía afrontar. De ahí su mítica pregunta ‘¿No se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee?’, que acaba respondiendo así: ‘En este país no se lee porque no se escribe, y no se escribe porque no se lee’. Entre una y otra frase, otras de gran ingenio que revelan la situación cultural del momento: ‘calla, tonta, le decía: mi hijo no ha estado en ningún colegio, y a Dios gracias bien gordo se cría’ o ‘¿Qué más dará escribir vino con b que con v? ¿Si pasará por eso de ser vino?’. Tampoco tienen desperdicio las respuestas de un joven a sus consejos para convertirse en actor en ‘Yo quiero ser cómico’.



Y es que la ironía es uno de los recursos en los que Larra era maestro. Así queda de manifiesto, por ejemplo, en ‘El castellano viejo’, ya desde la presentación de este personaje y sobre todo en una escena de comida digna de los Hermanos Marx, o en fragmentos tan desternillantes como este, en el que describe un coche de caballos que acaba de alquilar: ‘que las ruedas habían rodado hasta entonces, no se podía dudar; que rodarían siempre y que no harían rodar por el suelo al que dentro fuese de aquel inseguro mueble, eso era ya otra cuestión; que el caballo había vivido hasta aquel punto, no era dudoso; que viviría dos minutos más, eso era precisamente lo que no se podía menos de dudar cada vez que tropezaba con su cuerpo, no perecedero, sino ya perecido, la curiosa visual del espectador (…). Peor vestido que el birlocho estaba el criado que le servía, y entre la vida del caballo y la suya no se podía atravesar la apuesta de un solo real de vellón; por lo mal comidos, por lo estropeados, por la poca vida, en fin, del caballo y el lacayo, por la completa semejanza y armonía que en ambos entes irracionales se notaba, hubiera creído cualquiera que eran gemelos, y que no sólo habían nacido a un mismo tiempo, sino que a un mismo tiempo iban a morir. Si andaba el birlocho, era un milagro; si estaba parado, un capricho de Goya’.

Pero leer a Larra no sólo es pasar un buen rato, también sirve para conocer la España de su época… y para ver que las cosas han cambiado, pero tal vez no tanto. La vigencia de sus artículos queda de manifiesto en piezas como el célebre ‘Vuelva usted mañana’, con frases como ‘así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca’. También daba cuenta de los ‘agentes inmobiliarios’ de sus tiempos en ‘Las casas nuevas’, con frases como ‘Los caseros, más que al interés público consultan el suyo propio: aprovechemos terreno, ése es su principio (…) Las escaleras son cerbatanas, por donde pasa la persona como la culebra que se roza entre dos piedras para soltar su piel. Un poco más de hombre o un poco menos de escalera, y serán una sola cosa hombre y escalera’ o el siguiente diálogo:

‘- ¿Usted es el dueño de la casa que se está haciendo?

- Sí, señor.

- Hay varios cuartos en la casa.

- Están dados.

-¡Cómo!, si no están hechos…

- Ahí verá usted’.

Adelantado a su tiempo en tantos aspectos, Larra realiza una demoledora reflexión sobre la pena de muerte en ‘Los barateros’, al tiempo que critica la costumbre de batirse en duelo por cuestiones de ‘honor’ o la generalización de la mentira en ‘El mundo todo es máscaras. Todo el año es carnaval’.

Si acaso se le podrá achacar cierta misoginia, de la que encontramos bastantes ejemplos: ‘algunas madres, sí, buscaban a sus hijas, y algunos maridos a sus mujeres; pero ni una sola hija buscaba a su madre, ni una sola mujer a su marido’; ‘¡Bienaventurado aquel a quien la mujer dice no quiero, porque ése a lo menos oye la verdad!’; o ‘los hombres ya no saben sino hablar como las mujeres, en congresos y en corrillos. Y las mujeres son hombres, ellas son las únicas que conquistan’.

Y este artículo, ya largo de por sí, podría seguir así indefinidamente, pues cada artículo de Larra tiene algún punto de interés. Y es que, fiel a sí mismo, logró su propósito: entretener y educar a la vez. Dos siglos después de su nacimiento podemos continuar aprendiendo de su obra. Eso es un clásico, y por eso hay que volver siempre a Larra. No os arrepentiréis.

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