miércoles, 23 de enero de 2013

Lincoln, abogado (o John Ford también hacía malas películas)



Aprovechando el reciente estreno del Lincoln de Spielberg, le he echado un vistazo a El joven Lincoln, film sobre los primeros años del presidente norteamericano dirigido por el maestro John Ford, uno de los modelos de Spielberg, como se pudo apreciar sin ir más lejos en su anterior trabajo, War Horse. Y, amigos, El joven Lincoln prueba que Ford también era capaz de hacer malas películas.

Y no es que hablemos de un Ford primerizo, ya que dirigió este film en 1939, cuando en nuestro país daba los últimos coletazos una guerra civil. El director llevaba pues dos décadas tras las cámaras, y de hecho hablamos del mismo año en el que dirigió su primera gran obra, La diligencia, a la que le seguirían, por ejemplo, Las uvas de la ira en 1940 y Qué verde era mi valle en 1941.

En un blanco y negro inmaculado, El joven Lincoln tiene ese tono de aquellas biografías de santos de nuestra niñez (que uno ya va para los 40), mostrando a un personaje al que todo se le daba bien, desde tocar la armónica (o algo parecido) a las leyes o los discursos, pasando por cualquier tipo de actividad que requiriese fuerza u otras destrezas físicas. Un Lincoln campechano, con una curiosa afición por poner los pies sobre cualquier mesa o superficie, y al que no se le daba muy bien ser juez en concursos de tartas.


Sin embargo, el film debería haberse titulado Lincoln, abogado, y es que más que narrar los inicios de la carrera política del futuro presidente, Ford se centra tras los primeros compases de la película en su primer caso (ignoro si verídico) como abogado. Esto es, tras mostrar cómo Lincoln carecía por completo de estudios, incluidos de leyes, y que su formación fue totalmente autodidacta, leyendo todo lo que cayese en sus manos.

Con ese bagaje Lincoln abre, con un socio, su bufete de abogados, una decisión en la que son claves el azar y el recuerdo de su primer gran amor, que le fue arrebatado por una temprana muerte. A partir de ahí, la mayor parte del film viene a ser un capítulo de Perry Mason, impecablemente llevado por Ford, eso sí, en la mejor tradición del cine de juicios norteamericano, con Lincoln defendiendo un caso que parece imposible, y que acaba con una resolución un tanto cogida por los pelos.

El otro gran nombre de la cinta es Henry Fonda, al que empieza a intuírsele el talento que pronto derrochará a raudales, pero que aquí aparece un tanto envarado y artificial, con un maquillaje y vestuario que, aun sin la mítica barba del Lincoln maduro, parece querer asemejarse más a la imagen que conocemos del presidente que a la de su aspecto de joven.

De escaso interés para quien quiera conocer los inicios políticos de Lincoln (desde luego no hay nada que justifique su inclusión en la colección Momentos que cambiaron la historia de El Mundo), tiene, eso sí, una gran escena: aquella en la que el futuro presidente, solo con su prodigiosa labia, hace frente a la multitud que pretende linchar a dos hombres y les hace desistir de su idea. Una escena que recuerda, aunque sin llegar a ser tan memorable, al portentoso discurso de Marlon Brando como Marco Antonio en el Julio César (1953) de Mankiewicz. Esa sí es una obra maestra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario