Aprovechando el reciente estreno del Lincoln de Spielberg, le he echado un
vistazo a El joven Lincoln, film sobre los primeros años
del presidente norteamericano dirigido por el maestro John Ford, uno de los modelos de Spielberg, como se pudo apreciar sin ir más lejos en su anterior trabajo, War Horse. Y, amigos, El joven Lincoln prueba que Ford también era capaz de
hacer malas películas.
Y no es que hablemos de un Ford primerizo, ya que dirigió este film en 1939,
cuando en nuestro país daba los últimos coletazos una guerra civil. El director llevaba pues dos décadas tras las cámaras, y de hecho hablamos del mismo año en el que dirigió su primera gran obra, La diligencia, a la que le seguirían, por ejemplo, Las uvas de la ira en 1940 y Qué verde era mi valle en 1941.
En un
blanco y negro inmaculado, El joven Lincoln tiene ese tono de aquellas
biografías de santos de nuestra niñez (que uno ya va para los 40), mostrando a
un personaje al que todo se le daba bien, desde tocar la armónica (o algo
parecido) a las leyes o los discursos, pasando por cualquier tipo de actividad
que requiriese fuerza u otras destrezas físicas. Un Lincoln campechano, con una
curiosa afición por poner los pies sobre cualquier mesa o superficie, y al que no se le daba muy bien ser juez en concursos de tartas.
Sin embargo, el film debería haberse titulado Lincoln, abogado, y es que
más que narrar los inicios de la carrera política del futuro presidente, Ford
se centra tras los primeros compases de la película en su primer caso (ignoro
si verídico) como abogado. Esto es, tras mostrar cómo Lincoln carecía por
completo de estudios, incluidos de leyes, y que su formación fue totalmente
autodidacta, leyendo todo lo que cayese en sus manos.
Con ese bagaje Lincoln abre, con un socio, su bufete de abogados, una
decisión en la que son claves el azar y el recuerdo de su primer gran amor, que
le fue arrebatado por una temprana muerte. A partir de ahí, la mayor parte del film viene a ser un capítulo de Perry
Mason, impecablemente llevado por Ford, eso sí, en la mejor tradición del cine
de juicios norteamericano, con Lincoln defendiendo un caso que parece
imposible, y que acaba con una resolución un tanto cogida por los pelos.
El otro gran nombre de la cinta es Henry Fonda, al que empieza a intuírsele
el talento que pronto derrochará a raudales, pero que aquí aparece un tanto
envarado y artificial, con un maquillaje y vestuario que, aun sin la mítica
barba del Lincoln maduro, parece querer asemejarse más a la imagen que
conocemos del presidente que a la de su aspecto de joven.
De escaso interés para quien quiera conocer los inicios políticos de
Lincoln (desde luego no hay nada que justifique su inclusión en la colección
Momentos que cambiaron la historia de El Mundo), tiene, eso sí, una gran
escena: aquella en la que el futuro presidente, solo con su prodigiosa labia,
hace frente a la multitud que pretende linchar a dos hombres y les hace
desistir de su idea. Una escena que recuerda, aunque sin llegar a ser tan
memorable, al portentoso discurso de Marlon Brando como Marco Antonio en el Julio César (1953) de Mankiewicz. Esa sí es una obra maestra.
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