Terrence Malick se ha ganado un extraordinario prestigio como director, y
eso que apenas ha dirigido seis películas desde el estreno de su primer largo,
Malas tierras, en 1973. Hasta el estreno de To the wonder el pasado fin de
semana, su última obra era El árbol de la vida (2011), tal vez la más ambiciosa de
cuantas ha dirigido, puesto que en ella aborda el sentido de la vida.
Y lo hace muy a lo Kubrick, recordando en muchos momentos a 2001, especialmente en el tramo del
film en el que nos narra el origen del universo y la formación de la Tierra,
dinosaurios incluidos. Una parte del metraje destinada a situar al hombre en
algo mayor que él, puesto que el mundo ya existía mucho antes de que
llegáramos, para restarle relevancia a sus acciones.
Es en esos minutos donde Malick, aun a riesgo de echar al público de las
salas de cine (como ocurrió en muchos casos, sobre todo con quienes fueron a
verla solo porque salía Brad Pitt), alcanza las mayores cotas de belleza en un
film cuya factura visual es apabullante, y donde, especialmente en su primera
mitad, cada plano está diseñado al milímetro, desde la luz hasta la selección
del angular, como solo Kubrick era capaz de hacer, para contar la cotidianeidad
como nadie más podía hacerlo y convertirla en una maravilla continua, ayudado
además por una banda sonora excepcional.
A cada segundo de El árbol de la
vida, Malick se recrea en los detalles más insignificantes y hace que volvamos a apreciar toda la belleza de la naturaleza, haciéndonos ver
que cada segundo de vida es precioso e instándonos a saborear cada momento,
cada soplo de viento, cada brizna de hierba, cada gota de agua, como un regalo
¿divino?
Porque la búsqueda de Dios o del sentido de la vida es otra constante en el
film, centrado, por otra parte, en una típica familia norteamericana de los 50, y por
tanto creyente, formada por una pareja y sus tres hijos. Brad Pitt, que sigue
creciéndose a cada film, encarna al padre autoritario, que trata de educar a
sus hijos para que afronten el futuro, tal vez fiándose demasiado de lo que él
mismo aprendió, con sentencias como ‘si quieres tener éxito no puedes ser
demasiado honrado’ y consiguiendo únicamente que sus hijos e incluso su mujer
le teman.
En el polo opuesto, Jessica Chastain encarna magistralmente a la madre, la
quintaesencia de la ama de casa fiel y muda -apenas la oímos en toda la
película-, subordinada a su marido, al que solo se enfrenta para proteger a sus
retoños, que la tienen en un pedestal.
El film aborda especialmente la relación entre el padre y el hijo mayor,
encarnado cuando crece por Sean Penn, de nuevo más con la mirada que con
palabras, aunque el actor continúa aquí en su línea actual, en la que tras sus
mejores interpretaciones parece que siempre vaya fumado.
Un niño que odia a su padre, y que sin embargo acaba actuando como él,
optando por la violencia. Un niño que, en otra de las grandes frases de El
árbol de la vida, se pregunta por qué debe ser bueno si Dios no lo es, si deja
que mueran inocentes cada día.
Nacimiento, aprendizaje, primer amor, muerte, relaciones paternofiliales y
entre hermanos… El árbol de la vida nos habla de unas vidas concretas pero más
aún de la vida en general. La familia protagonista es solo un símbolo, la
familia que resume a todas las familias de cualquier lugar del mundo, porque en ella hay momentos que todos
hemos vivido de una manera o de otra, y cuya sucesión forma la estructura de la película, más allá de un argumento al uso.
Malick busca la universalidad y la alcanza, nos muestra qué es vivir… aunque tal vez le sobra ese epílogo que nos recuerda al final de Perdidos, con todos los protagonistas reencontrándose felices en una playa tras su muerte, a modo de coda final.
Malick busca la universalidad y la alcanza, nos muestra qué es vivir… aunque tal vez le sobra ese epílogo que nos recuerda al final de Perdidos, con todos los protagonistas reencontrándose felices en una playa tras su muerte, a modo de coda final.
Prefiero quedarme con el código de conducta de la madre: Ama a todo el
mundo, asómbrate y ten esperanza.
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