Con el estreno de la versión cinematográfica de El juego de Ender cada vez
más cerca, toca revisar la primera secuela literaria de la gran creación de
Orson Scott Card, La voz de los muertos, que acabo de leer con sumo placer. Y
que, dicho sea de paso, tengo claro que no será llevada al cine, o al menos no de manera integral.
La secuela de la primera aventura de Ender logró algo nunca visto: que su
autor volviese a ganar los principales premios de la literatura de ciencia
ficción y fantasía por segundo año consecutivo. Si El juego de Ender obtuvo el
Nebula en 1985 y el Hugo en 1986 (sí, la versión cinematográfica se ha hecho
esperar, aunque por motivos obvios: ciencia ficción y un protagonista de 13
años que es adiestrado como soldado al más puro estilo de La chaqueta
metálica), La voz de los muertos recibió los mismos galardones un año más
tarde.
Y es que, desde luego para un servidor, esta secuela está a la altura de su
predecesora o incluso la supera, y eso que el reto es mayúsculo. Eso sí, vaya
por delante que no tienen nada que ver la una con la otra. Olvidaos de
videojuegos, estrategias de batalla, peleas físicas o batallas espaciales, todos ellos elementos indispensables en El juego de Ender. Tampoco tenemos a los insectores
como enemigos ni aparecen los hermanos de Ender, Peter y Valentine (esta última
solo interviene en uno de los primeros capítulos) y, para dejar bien claro que
Orson Scott Card no repite su exitoso modelo, Ender ya no es un niño sino un
hombre de 35 años.
Lo que no ha cambiado un ápice es la habilidad del autor para abordar las
relaciones, volviendo a crear personajes tan reales como cualquier persona.
Tampoco cambia el gran mensaje de esta obra, que, aún más que en su predecesora,
no es otro que el del respeto absoluto a lo diferente, a aquel al que no
comprendemos porque tiene una cultura distinta a la nuestra.
La trama de esta secuela parte precisamente de un malentendido en las
relaciones iniciales del ser humano con una nueva especie alienígena
inteligente que acaba provocando una tragedia que marcará a todos. Tres mil
años después de los acontecimientos de El juego de Ender, el protagonista será
el único capaz de hacer que humanos y esa nueva especie, los cerdis, puedan
vivir en paz, precisamente desde el respeto mutuo, por extrañas que a cada
especie puedan resultarle las costumbres de la otra.
De extensión similar a El juego de Ender, unas 500 páginas, podría decirse
que en La voz de los muertos ocurren menos cosas, e incluso que su autor tarda
demasiado en contar lo que se propone, pero no hay una página en la que decaiga
el interés, y aunque la trama no es tan frenética como en su predecesor, en el
que dominaban el thriller y la acción, resulta tan absorbente como aquel pese a
basarse casi exclusivamente en diálogos.
Cierto es que Orson Scott Card se raya un poco con las lecciones de
exobiología (biología extraterrestre), con propuestas casi inverosímiles, y que
introduce el debate religioso con la confrontación entre católicos, hijos de la
mente (otro tipo de seguidores de Cristo) y seguidores del Portavoz de los
muertos (la, digamos, religión impulsada por Ender al final del primer libro),
lo que puede echar para atrás a algún lector.
Tampoco acaba el autor de explotar al máximo las posibilidades de la
inteligencia artificial, apenas apuntadas en el primer libro y que aquí
aparecen de una manera mucho más contundente, aunque sin explayarse en ellas
como hace con otros aspectos de la obra.
Lo que nos lleva a otra de las principales diferencias de La voz de los
muertos con respecto a la obra precedente. Y es que si El juego de Ender es una
novela autoconclusiva, de modo que no es necesario leer las entregas
posteriores para disfrutarla al máximo, La voz de los muertos, si bien cierra
la mayoría de tramas y resuelve todas las incógnitas sembradas a lo largo de
sus páginas, también concluye dejando perfectamente listo el escenario para una
continuación que promete bastante, y en la que todo indica que habrá más
acción… o no.
Desde luego, pueden contar conmigo para la nueva entrega, Ender el
Xenocida. Y es que Ender ya es uno de mis personajes favoritos de ficción, y
uno de los grandes personajes de la literatura, no solo de ciencia-ficción.
Y no me resisto a dejaros un pasaje realmente magistral, que demuestra el
talento del autor:
Un gran predicador está enseñando en la plaza del mercado. Y resulta que un
marido encuentra pruebas esa mañana del adulterio de su esposa, y la muchedumbre
la lleva a la plaza para lapidarla hasta la muerte. (Hay una versión familiar
de esta historia, pero un amigo mío, un Portavoz de los Muertos, me ha hablado
de otros dos predicadores que se encontraron en la misma situación. De éstos es
de quienes voy a hablaros.
El predicador se adelanta y se coloca junto a la mujer. Por respeto a él la
muchedumbre se detiene y espera con las piedras en la mano. “¿Hay alguien aquí
que no haya deseado a la esposa de otro hombre, al marido de otra mujer?”, les
dice.
Ellos murmuran y dicen: “Todos conocemos el deseo. Pero, Maestro, ninguno
de nosotros ha cometido el acto”.
El predicador dice: “Entonces arrodillaos y dad gracias a Dios porque os
hizo fuertes”. Toma a la mujer de la mano y la saca del mercado, y justo antes
de que ella se marche, le susurra: “Dile al señor magistrado quien fue el que
salvó a su amante. Dile que soy su siervo leal”.
Así que la mujer vive, porque la comunidad está demasiado corrupta para
protegerse del desorden.
Otro predicador, otra ciudad. Se acerca a la mujer y detiene a la multitud,
como en la otra historia, y dice: “¿Quién de vosotros está libre de pecado? El
que lo esté, que tire la primera piedra”.
La gente se avergüenza y olvidan la unidad de su propósito al recordar sus
pecados individuales. “Algún día –piensan-, puedo ser como esta mujer, y
esperaré el perdón y otra oportunidad. Debo de tratarla como me gustaría que me
tratasen”.
Y cuando abren las manos y dejan que las piedras caigan al suelo, el
predicador recoge una de ellas, la alza sobre la cabeza de la mujer y golpea
con todas sus fuerzas. Aplasta su cráneo y esparce sus sesos por el suelo.
-Yo tampoco estoy libre de pecado –le dice a la multitud-. Pero si dejamos
que sólo la gente perfecta cumpla la ley, pronto la ley morirá, y nuestra
ciudad con ella.
Así que la mujer muere porque su comunidad era demasiado rígida para
soportar su desviación.
La versión más famosa de esa historia es notable porque es rara en nuestra
experiencia. La mayoría de las comunidades se encuentran a caballo entre la
podredumbre y el rigor mortis, y cuando se desvían demasiado, mueren. Sólo un
predicador se atrevió a esperar de nosotros un equilibrio tan perfecto que
pudiéramos cumplir la ley y perdonar la desviación. Por eso, naturalmente, le
matamos.
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